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Amar en tiempos de Macri


Los números hablan por sí solos, economistas, politólogos, empresarios y sindicalistas se disputan porcentajes y estadísticas del desempleo actual. Las acciones suben y bajan, se hacen nuevos análisis de lo beneficioso o perjudicial que puede ser, en números, para la economía. Ante una amplia mirada, los empleados o desempleados son básicamente una cifra, los cuales entran a un grupo y salen de otro. Conseguirán empleo o no, pareciera no ser de su incumbencia. El gobierno que prometió pobreza cero y no reducir puestos de trabajo, acumula un desempleo que casi llega a los dos dígitos, en tanto el salario, el poder adquisitivo de los trabajadores, empeoró.


Ante este panorama, no nos pondremos a analizar cifras, de las cuales seguramente estaremos cansados de ver en infinidad de medios. La pregunta es: ¿Alguien se pregunta qué siente una persona que queda desempleada o teme perder su empleo? ¿Qué mecanismos se activan ante el desamparo de no saber cómo subsistir?

No sólo nos enfermamos por condiciones biológicas, créase o no, la situación social incide, y mucho. Como seres sociales, necesitamos de otros en tanto poder satisfacer nuestras necesidades, a través de relaciones que se elaboran en diversos grupos, como la casa, las amistades, las instituciones educativas, o el trabajo. Al tenerlo, uno se siente “parte de”, en mayor o menor medida, aporta su granito al sistema, se autoabastece él y su familia.

Pero, ¿Qué sucede cuando el sujeto se encuentra ante la desilusión y escepticismo, la desprotección del Estado, tanto en lo material como lo social? Pensemos al Estado como organizador del funcionamiento psíquico individual y grupal, como garante simbólico, generando representaciones sociales. Si esto no sucede, lo que resulta, actualmente, es un deterioro de los niveles de pertenencia social, alienando al sujeto, hacia una concepción de “objeto pasivo”, una crisis de identidad, al no saber quién es, en tanto parte de, perdiendo su espacio, su grupo e institución con sus normas y leyes. Se pierde la contención en el tiempo, la proyección y la exclusión de la sociedad al no contenerlo; comienza una vivencia de angustia, desesperanza e incertidumbre al dejar de ser reconocido por el cuerpo social, ese mismo que ahora lo culpabiliza directa o indirectamente. Este discurso ya lo hemos escuchado en frases como “no se actualiza”, “es mayor de edad”, “no tiene suficiente experiencia”, “por algo se habrá quedado sin trabajo”. Su autoestima e identidad quedan seriamente amenazadas.

Así, al haberse reducido sus espacios de vincularse, sus problemas se reducen al contexto familiar, desdibujando la figura que representaba de función materna/paterna, sistemas de protección, invirtiendo roles y produciendo una profunda crisis. Se alteran valores y así, esa madre o padre desempleados facilita la ausencia de límites y la irrupción de la violencia familiar e interpersonal.

Con esto no decimos que el desocupado ES un violento por su condición, sino que la violencia es generada por razones sociales, económicas y la ausencia de la contención del Estado. Así, una familia puede ser vulnerada, por la desocupación de sus integrantes.

Si no nos vamos a tal extremo, pensemos en el trabajador, el que teme perder su puesto, que se encuentra precarizado, que no recibe pago por horas extras, el que debe cumplir al máximo con las exigencias de su empleador y más, debe responder a niveles altos de eficiencia y actualización, a una disponibilidad de tiempo superior a las 8 hs. diarias. Sumado a un discurso que afirma la capacidad personal como garante del mantenimiento de la fuente de trabajo.

Este sujeto dedica todo a cumplir con las exigencias laborales, su tiempo, interés y esfuerzo. Forzándolo a entregar toda su energía y adaptar su identidad. El tiempo termina, cuando finaliza su objetivo, o, en el peor de los casos, sigue trabajando en su casa. De esta manera, ya no se distingue dónde termina un espacio y comienza otro. Dónde es el momento de los vínculos, de los sentimientos, y cuándo el de las obligaciones y la labor. Se genera un malestar e inseguridad permanente, al no saber si se cumple o no con lo que necesita la empresa. El trabajador recibe un reconocimiento, un instante de satisfacción y luego vuelve al temor y la necesidad de más, de ese amor transformado en empresa.


En el caso de las organizaciones que prefieren “el trabajo en grupo”, hacen cargo al mismo de los resultados, por lo tanto si alguien falta, es culpa de los demás y tendrán que resolver los objetivos, pero nunca la culpa será de la empresa, un laissez faire, con serias consecuencias. De este modo, los miembros no se reconocen, más que como meros competidores, el reproche se transforma en consumismo, como complemento de ese grupo que perdió su finalidad de apuntalador y contenedor.


Esta ideología individualista nos aleja de la solidaridad y los valores compartidos en cuanto a preocupación y respeto por los otros, aceptando la competencia desleal y el predominio de la rivalidad.


En este proceso se van perdiendo los placeres y deseos, el reconocimiento de las necesidades reales como seres humanos, sea amar, sentir, reír o descansar, trasladándose al grupo familiar. No se reconoce él ni a quienes lo rodean, se transforma la subjetividad, los hábitos y la vida cotidiana.


El mundo externo constituye un peligro real, el incremento incesante de las exigencias para sobrevivir y para “triunfar” hace que predomine el sentimiento de imposibilidad. Se pierde la confianza en uno mismo, en el entorno, en sus pares y sobre todo, en las instituciones. Ante esta pérdida de ideales y desprotección, los sujetos podrían depositar el liderazgo en figuras violentas y autoritarias.


Por tanto, es que cuando hablamos de desempleo o que peligra el trabajo de x cantidad de personas, deberíamos dejar de pensar como números, y activar nuestra sensibilidad que tan escondida se encuentra. La ausencia de trabajo, genera profundas heridas en cada persona y en su entorno social, produce espacios violentos e individualismo. Es el momento de preguntarnos qué nos mueve a vivir en sociedad, qué tenemos en común con el otro y si podemos darnos el privilegio de amar, en estos tiempos que corren. Tal vez eso es lo que nos salvará, el amor.



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