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Calificativos


Me atrevería a decir que, en este caso, como en tantos otros, los calificativos van más allá de la cuestión semántica. No constituyen un recurso sustitutivo que haga a la cohesión del texto, son expresiones denigrantes cuyo único aporte malicioso está dirigido a la subjetividad del lector.

El artesano, el tatuador que deviene en hippie anarquista y pocos minutos más tarde se convierte en el vago que corta rutas. Estas expresiones limpian la conciencia de cualquier ciudadano civilizado que jamás se atrevería a llevar a cabo un acto ilegal, ¡imposible tener empatía con alguien como Santiago Maldonado! Ah… sí, porque Santiago además de ser un hippie de esos que nada aporta a nuestra sociedad, tenía un nombre. Un nombre sustituido por varios adjetivos cuya connotación fue siempre negativa. El día en que lo velaban se produjo el asesinato de Rafael, un “mapuche”. Palabra que hoy dejó de hacer referencia al origen o procedencia y se convirtió también en un calificativo, malo por cierto. En ocasiones, esta imposición identitaria no es más que la quita misma de la identidad que sí poseían. Se la suplanta, los pone del lado de los otros, del lado de los malos. Se produce la escisión entre los que quedan adentro y los de afuera, los que quedan en la peor posición del afuera. Y en este juego de buenos y malos, la ley viene a poner orden, organizar la convivencia, regir la vida social y por qué no… a servir a los intereses del poder.

Y esta Ley, cuyo objetivo en apariencia es “cuidarnos de los malos”, paradójicamente se instaura ejerciendo la violencia contra los potenciales peligrosos, colocándose por fuera de la regla misma, creando un estado de excepción. Entonces, con el jamás inocente empuje de los medios, terminamos creyendo que la vida de un fiscal vale más que la de un artesano, o que los mapuches deberían estar del otro lado de la cordillera porque son chilenos. La idea se propaga y en cuestión de días tenemos un nuevo enemigo, esta vez, interno. Antes eran los bolivianos, que nos robaban el trabajo y disponían de todos nuestros servicios públicos, aquellos que pagamos con nuestros impuestos los ciudadanos de bien. Hoy nos encontramos ante una nueva amenaza, un grupo de personas que defienden algo ilegítimo y que no reconoce siquiera el gobierno nacional. Si no son las fronteras, es la propia gente.

El orden siempre excluye, siempre deja a alguien afuera y los formadores de opinión se encargan de naturalizar las acciones que lo regulan. Terminamos justificando la detención ilegal (incluso de menores), la brutalidad y hasta la represión, y en esa postura no nos permitimos ver más allá de lo que nos quieren hacer creer. Optamos por aseverar esos adjetivos, tememos a los nuevos enemigos, sentimos la necesidad de un orden estricto, cuándo no, discrecional. En definitiva, acabamos por ser funcionales sin que se ejerza en nosotros presión alguna y con el tiempo también elegimos sospechar de todo, dudamos de segundas versiones y caemos en el olvido. Y qué peor para un pueblo que no tener memoria y cuánto más funcional para el poder aquello que nosotros mismos forjamos sin darnos cuenta que nos lo han impuesto.

Se logra, así, este interjuego entre los que tienen el poder legítimo que la ciudadanía ha delegado y aquellos otros que tienen el poder de manipular la opinión pública. En este contexto, el sujeto se entrega, se adapta pasivamente y su participación se limita siempre a la crítica cayendo en la desidia. Pero existe otro actor social entre el estado, los medios y el ciudadano común que mira para otro lado. Está quien se ve afectado en primera persona (aunque si hilamos, aun sin necesidad de que sea tan fino, afectados estamos todos) entre los enunciados anteriormente, está la familia: la Maldonado, la Nahuel y la de tantos otros violentados por el mismísimo Estado. Son quienes buscan respuestas y lo más triste en esta búsqueda de la verdad no es tan sólo no saberla, sino sospechar que nunca va a ser conocida. Eso es lo verdaderamente angustiante, porque si ellos supieran que atravesando el duelo y la bronca pudieran llegar a ella, quizás lo tolerarían de otro modo. Sin embargo, la incertidumbre de no hallarla jamás les pesa y duplica la carga. La desconfianza en las instituciones llevó por ejemplo a que Sergio Maldonado permaneciera durante horas al lado de un cadáver del que no tenía la certeza del vínculo. Lo cuidaba, aún muerto, de quienes deberían haberlo cuidado. El fantasma de la reorganización nacional, la impunidad y la corrupción acechan otra vez en el país del “Nunca más”, ojalá lo hubiéramos aprehendido.

El viernes, se cumplieron cuatro meses de lo que sucedió en Cushamén, que para los medios masivos de comunicación parecen cuatro siglos. El tema está enterrado (como Santiago) o alguien lo quiere enterrar. Porque más nos vale ignorar a un tatuador que tirar a un gendarme por la ventana. Pero, al mismo tiempo que esta sociedad se construye bajo preceptos cuasi fascistas, hay otros. Otros que ocupan las calles, que siguen sosteniéndole la mirada a la foto tan difundida en que Santiago parece mirarnos, otros que escribimos, otros que continúan la lucha contra la impunidad. Si los medios, los jueces, los funcionarios, si el Estado mismo no quiere mostrarlo, lo mostraremos nosotros.


“Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en tiempos de crisis moral” Dante Alighieri

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