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Mamá nos vistió de rosa, nosotras nos vestimos de verde


Mi hermana y yo fuimos criadas en una familia de esas que se consideran tipo: madre, padre y dos hijas. Mamá se dedicaba a la crianza y labores domésticas. Papá, proveedor. Siempre clase media, laburantes, en alguna época tirando a "buscas". Escuela privada que se pagaba con gran esfuerzo, incluso generando deudas. Es que mamá decía que lo único que querían dejarnos era una buena educación, el resto lo haríamos nosotras. A veces esbozaba, dentro de la crianza tradicional, ideas raras, cuasi revolucionarias, que siempre terminaba por denominar utópicas, irrealizables, vanas. Con mi hermana nos llevamos doce años, bien podríamos decir que pertenecemos a generaciones diferentes. Nuestra formación fue similar en algunas cosas y totalmente disímil en otras. No sólo fue responsabilidad de nuestros padres, la época era absolutamente distinta. Yo nací durante la dictadura, ella en plena fiesta menemista. Pese a ese abismo contextual e histórico, no fuimos la excepción a la regla Aquella regla, que la real academia define como lo que se debe cumplir por estar convenido en una colectividad, y a la cual se ajustan decisiones y acciones. Vestimos faldas, tuvimos largas cabelleras, nos ornamentaban con aros y llenaron de detalles femeninos, en lo externo y lo interno. Pulieron nuestra conducta de todo aquello que no se consideraba propio de una señorita. Recuerdo con pesar que, de chica, mi color favorito era el celeste y nunca pude usarlo. Al colegio íbamos con pollera, por reglamento, debajo de la rodilla. Las más osadas se la subían casi hasta el pecho y eran citadas al despacho de la directora, quien patriarcalmente, argumentaba que era una provocación para los varones. No recuerdo que jamás citaran a un compañero a esa dirección para explicarle que aprovechar el momento en que subíamos la escalera, para mirar a las nenas por debajo de la pollera, era igualmente indecoroso.


En la secundaria, cansada del asedio de las preceptoras, fui al negocio barrial que vendía ropa escolar y me compré el pantalón de sarga que usaban mis compañeros y, pese a que correspondía al uniforme, me amonestaron. Mis amigas se sumaron porque no sólo debían obedecer el reglamento del colegio, en cuanto a la pollera y su largo, sino también a otra regla implícita muy femenina que teníamos que cumplir para no ser víctimas de bullying. Llevar pollera implicaba estar siempre depiladas. Así que, en cuestión de semanas, éramos varias las amonestadas. A fuerza de insistencia y rebeldía, la escuela tuvo que ceder y modificó cuestiones relacionadas a las pautas de convivencia, incluyendo la vestimenta. Fue la primera vez que noté la importancia de la acción conjunta y la persistencia. Para cuando mi hermana inició su escolaridad, al tiempo que yo la terminaba, el uso obligatorio de pollera, ya era historia.


Actualmente las dos llevamos el pelo bien corto, rara vez usamos tacos, casi nada de maquillaje, no planchamos la ropa y tampoco nos preocupa hacer las compras en pijama. ¿Somos raras? No, hay un montón como nosotras. No pretendemos ser rebeldes ni precursoras. Anhelamos igualdad, en lo cotidiano y lo fundante. No nos atamos a formas arcaicas u obsoletas. No pretendemos ser sumisas, ni estar lindas para nadie. Somos para nosotras, somos libres. Libertad de pensamiento, de obra, en nuestros cuerpos. Construimos redes con otras mujeres, aun en contra de la idea impuesta de que entre nosotras competimos o somos unas jodidas. Encarnamos la sororidad. Nos reconocemos en un tiempo diferente, que nos muestra que esta modificación tan reprimida, está en marcha. Que el poder imperante comienza a resquebrajarse. ¿Y qué más lindo frente al poder, atemorizado por perderlo todo, que el empoderamiento?


Es ahí donde siento que la docena de años que me separa de mi hermana, se ha unido o nos ha unido en un tiempo que será histórico. Creo fervientemente que ese momento ha llegado. Ojalá, en algunos años, sea sólo parte del cambio dialéctico que necesitábamos para conseguir la igualdad. Que seamos un capítulo más dentro de la larga historia de lucha de las mujeres tantas veces oprimidas, de la adquisición de derechos, del respeto a nuestras decisiones. Ojalá algún día suene tan raro, que a las generaciones futuras les cueste comprender que las cosas eran de otro modo.


El 8M estuve con mi hermana en la Plaza de los Dos Congresos, fue muy emotivo asistir con ella. Nos une la sangre, nos une la historia familiar, pero ante todo, nos une ser mujeres (como todas las que colmaban la plaza) que desean derribar los estereotipos e imposiciones sociales. En ese encuentro bregamos por NOSOTRAS, por hacerle frente a la violencia machista, no nos callamos, no tenemos miedo, luchamos por el reconocimiento de nuestros derechos civiles, laborales y por conquistar nuestros derechos reproductivos. Y la vida está antes que el derecho, la norma se ajusta a lo consuetudinario. Es tiempo de ajustar la norma.


Para esa fecha, una de las consignas era presentar el Proyecto de Ley IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo) que fue postergada en el congreso y oprimida durante años. El primer territorio por el que luchamos es nuestro cuerpo, seguiremos dando batalla hasta que nos escuchen, hasta que la ley se ajuste a una realidad que existe hace años y se pretende silenciar o criminalizar. Mamá nos vistió de rosa, hoy nos vestimos de verde. Nos volveremos a encontrar en la plaza cuantas veces sea necesario, frente a la negación, frente a la marginación, frente al poder, frente a la especulación del estado parlamentario. Allí estaremos, volveremos a estar, porque el momento ha llegado.

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