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Semana del Parto Respetado


- “Semana del Parto Respetado” -dice, sacudiendo de un lado a otro la cabeza, como quien no cree lo que acaba de leer- ¡Ya no saben qué inventar!


Pliega el diario y lo deja al costado del tacho de basura. La cocina del trabajo nos congrega cada mañana con temáticas de lo más diversas, mientras llenamos el termo para arrancar la jornada.

- A mi hermana y a mí, la vieja nos tuvo en casa. Nadie le explicó nada, ni puso una bandera de “parto respetado” en la puerta. - Y… de algo así se trata. De respetar los tiempos y procesos naturales, de no intervenir ni manipular el cuerpo de la mujer y el bebé sin necesidad. Similar a la época en que tu mamá los tuvo a vos y a tu hermana. Terminé, podes cargar el tuyo. Ah, por si lo querés buscar, no hay una “semana” solamente, también hay una ley. Que tengas buen día.

A mí también me dejaron a un costado, como el diario que mi compañero no llegó a tirar al tacho, considerando que tenía un status aun inferior al de la basura, era nada. Fui nada ese jueves a la noche, estuve en una camilla, en un pasillo algunas horas, no podría precisar cuántas. Al abrir los ojos no entendía cómo había terminado en ese lugar. ¿Y mi bebé?

Había llegado al hospital el día anterior, a la guardia de obstetricia. Cuando me hicieron el ingreso, tras completar los datos personales y la ficha de maternidad, me realizaron el incómodo tacto de rutina y sin mirarme a los ojos me dijeron: “¿A qué viniste? Si no estás para parir”.


La orden del médico que me había atendido durante el embarazo era clara. Semana 40, gestación a término, se deriva para inducción. No era mi ocurrencia, era la palabra del obstetra. Aunque de mal modo, me internaron igual, el que firmaba la orden era jefe de área.

En la habitación éramos cinco. Dos embarazadas y el resto ya con sus bebés. Corría el año 2002 y el hospital estaba empapelado con carteles que hablaban de vaciamiento, falta de materiales, reclamos por sueldos y todos responsabilizaban a Ibarra. La primera visita institucional que recibí fue un médico que me quiso convencer de los beneficios de inyectarme Eutocol (droga que produce la contracción del útero y se emplea para inducir el parto) a pesar de que le expliqué, más de una vez, que hacía dos semanas me había provocado una reacción alérgica. Mi familia debió traer la ampolla y, esa misma noche, el hospital debió suministrarme corticoides que frenaran el efecto de las ya anticipadas ronchas en todo el cuerpo. Un rato más tarde se volvió a presentar la enfermera, jeringa en mano. Por curiosidad o desconfianza, consulté qué me iba a aplicar. Sin mirarme a los ojos y agitando el frasquito de vidrio, dijo: “insulina”.

- Pero yo no soy diabética. Revisalo, debe haber una equivocación. - Mirá, querida, acá dice cama 307, yo te la tengo que dar.

Retrocedí con los talones por la cama hasta llegar a la cabecera, apartando la jeringa de mi cuerpo, negándome. No le cayó muy bien mi actitud y, murmurando improperios, se retiró de la habitación. Horas más tarde, la otra paciente que estaba embarazada tuvo un coma diabético. Evidentemente el registro de las camas estaba alterado. Esa noche, podría asegurar, no dormí. Además del temor a que me dieran cualquier cosa, se sumaba que la pobre chica de la cama de al lado no paraba de vomitar. Su hermana, la única acompañante autorizada, se turnaba para asistir a la parturienta y la recién nacida. Finalmente, habiendo amanecido, me venció el sueño. Cuando desperté, mi vecina, su hermana y su bebé ya no estaban y nadie sabía a dónde las habían derivado.

Al mediodía, en el horario de la visita, comencé con contracciones, no veía la hora de que mi familia se fuera. Cuando por fin ocurrió, llamé a la enfermera solicitando la atención de la médica. Por respuesta obtuve un seco: “no tenés cara de que vayas a parir”. Sin mucha más opción, intenté relajarme en mi cama y esperar que las contracciones se hicieran más frecuentes. Para las seis de la tarde, y sin que la profesional de turno hubiera venido, crucé caminando a la enfermería a reiterar el pedido. Agarrada del marco de la puerta, de frente a la misma enfermera, que por desgracia tendría el turno de todo ese día completo, grité “llamala ya, no importa qué cara me veas”.

Secuencia: tacto, suero, silla de ruedas, sala de preparto. En viaje a mi nueva locación, tuve contacto con la primera persona que me miraba a los ojos, pese a que iba detrás de mí, empujando la silla, mientras me hablaba. Nunca fui muy creyente, evidentemente él sí lo era porque me decía que me quedara tranquila, que todo iba a salir bien, que Dios nos iba a acompañar. En cualquier otro momento de mi vida, hubiera asentido con la cabeza y no hubiera reparado en nada, pero hacía casi un día y medio que nadie tenía un pequeño gesto de humanidad conmigo. Le agradecí, de corazón.

En preparto me esperaba la obstetra de guardia para cumplir con su procedimiento de rutina, sin mediar demasiada explicación, y sin siquiera dirigirme la mirada (cosa que, a esta altura, parecía protocolo), pero con una advertencia: “tenés dos de dilatación, no pujes mucho porque te vas a hacer mierda”. Secuencia: goteo, oxitocina, rotura de bolsa, soledad.

Así, tres horas más. Imposible evitar los pujos, es algo que simplemente te sale. Para las 10 de la noche, entre una contracción y otra, me adormecía, estaba agotada. Entró la doctora, apenas podía focalizar en ella. A los gritos, llamó a dos hombres que, tomándome por las axilas, me llevaron, literalmente, en el aire hasta la sala de partos. Más tarde deduje que el líquido amniótico estaba oscuro, lo que implicaba sufrimiento fetal. Subirse a una camilla de parto en ese estado es el equivalente a escalar. Mientras hacés el intento alguien, de fondo, te advierte que, si te movés demasiado, te van a atar y te pide, ahora sí, que pujes. Me fue imposible, de verdad, no daba más. Sin al menos notificármelo, me hicieron otra práctica de rutina, la episiotomía. Lo supe porque los últimos meses había mirado sin cesar una serie de partos yanquis por Discovery Home & Health. Y yo, que ya no tenía fuerza para pujar, sentí cuando tomaron a mi hijo por la cabeza y lo sacaron de mi cuerpo. Como era de esperar, estaba cianótico o violeta, como quien dice. No me asusté demasiado porque también lo había visto en la serie y su reacción fue rápida.

Alguien más volvió a mirarme a los ojos, era la estudiante de medicina que se encontraba haciendo su práctica. La tomé de la mano y le pedí disculpas si era que me había portado mal o no había colaborado. Lloramos juntas. A lo lejos, el llanto de mi hijo, y la pediatra que decía “3, 760 kg, parece un bebé de dos meses de lo armadito que está”. Ahí hubo algo que sí me asustó, sus voces empezaban a ser menos audibles y el ambiente se volvía cada vez más blanco, más lejano. Miré a la residente y balbuceando pregunté: “¿Me estoy muriendo?” Ella, sorprendida, buscando respuesta a lo que sucedía entre los presentes, abrió los ojos más grandes que los míos, yo simplemente ya no podía hacerlo.

-No, gorda - respondió la obstetra – te estamos durmiendo.

- Hay que hacer un legrado, tiene mucha membrana adherida. Tráeme el hilo -ya no recuerdo con exactitud, pero dijo un número.

- No hay más.

-Bueno, traé el otro.


Cuando empezaron a coser la episiotomía, parecía dormida, pero no me había agarrado la anestesia e intenté sacarle las manos al médico. Me ataron. Ese fue mi último recuerdo, después… el pasillo.

El postparto no fue mejor. La enfermera, que evidentemente seguía enojada porque le había exigido atención, se esmeró en demostrar su descontento con frases como: “¿Vos te pensás que los analgésicos son caramelos?” o “Cuando lo hacían no les dolía”.


El domingo me dieron de alta. Volví a casa con una linda anemia y problemas de hipotensión. Ojalá, como mi compañero dijo esta mañana en la cocina, alguien hubiera colgado en ese hospital una bandera que dijera “Parto respetado”. Hoy, exactamente a 16 años de ese Mayo de 2002, no sólo tenemos una bandera, tenemos conciencia de lo que es la violencia obstétrica, tenemos también la “Semana del Parto Respetado” y la Ley 25.929. ¡Qué bueno que ya no sepamos qué inventar!

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