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Te hago un pibe

Nada hay fuera del texto, sostiene Derrida. Es que el texto nos antecede y todo lo nombrado, lo dicho, lo escrito, “ES”. Nada hay por fuera de él, nada se escapa. Texto, lenguaje, comunicación. ¿Qué decimos cuando decimos?


La charla se inicia en whatsapp y la consigna, como tantas otras veces, no se sabe si apunta a un planteo serio o un comentario chabacano. “Te hago un pibe, ¿qué significa?”. Se esgrimen dos argumentos, uno acerca del deseo del hombre por encima de la voluntad de la mujer, el otro sobre la propiedad. Y como se nos viene haciendo costumbre (obsesiva, pero hermosa costumbre), comenzamos con el análisis, cuando no, con la deconstrucción del texto, del mismísimo lenguaje. La deconstrucción como pensamiento político. La pregunta, la duda, la lectura entre líneas, la búsqueda de significado y sus implicancias. La función, poco inocente del nombrar y conferir entidad, pero de un modo específico. Se es lo que se nombra y cómo se lo nombra. No se es cualquier cosa. La pretensión fiolosófica nos plantea una primera duda: ¿El ser aporta un significado o el significado determina al ser, lo aprisiona?. Aquello que esbozamos como una simple frase se trae algo más. Deja entrever una historicidad, un enunciado que se presenta como aseveración de un rol de poder, pero que, con el uso, se fue tiñendo de una suerte de galantería inmunda, adquiriendo status de “piropo”.


En ese breve texto, “Te hago un pibe”, te como un pronombre personal que indica quién realizará la acción: yo TE lo hago. Hago como verbo que denota la ejecución de la acción. Y (un) pibe, como consecuencia de dicha acción, producto u objetivo. Tres simples palabras -cuatro, si tenemos en cuenta que es “un” pibe, no son tres, ni cinco, a los fines que persigue esta proclamación, con uno basta- encierran un significado que excede la brevedad del enunciado y de quien enuncia. ¿Quién enuncia?


Te hago. Idea de hacértelo yo, idea fálica, idea de penetración, de inseminación, de poder ejercer y hacer sobre el otro. No hacemos, yo te hago. La cuestión del poder, de la asimetría, de la voluntad -o su falta- que se planteaba en whatsapp, como primer argumento ante el significado que esta frase encerraba. El lenguaje al servicio de quien ejerce, de quien tiene el poder, de quien puede hacer, quien TE lo puede hacer. Enuncia, entonces, quién tiene el poder. ¿Cuál es el fin? ¿A qué apunta con este ofrecimiento?


Aquí se despliega el segundo argumento, el de la propiedad. El objetivo que se persigue al hacer un pibe. Si la intencionalidad del piropo de mal gusto es la concreción del acto, la posesión de la mujer, la satisfacción del deseo... ¿Qué necesidad de hacerle un pibe? Se logra, así, marcar la pertenencia de esa mujer, el pibe es un complemento. En la consumación del acto se marca la propiedad sobre la mujer. Si tenés un campo marcás el perímetro con un alambrado. Si tenés una mujer, marcás la propiedad con un pibe. Marcas, propiedad privada, pertenencia. Como acción concreta: perimetrar, alambrar. Como acción simbólica: hacer un pibe.


El pibe como alambrado. Para que otros hombres no se acerquen a la propiedad y como alambrado de la mujer, que es ahora su madre. La mujer pierde autonomía y se constituye como “la esposa de o la mamá de”. El pibe que encierra, el macho que posee, la mujer que pierde su condición de tal y se convierte en accesorio de alguno de ellos, o los dos. El alambrado, el límite, la mujer en su terreno, en la casa, en la crianza. Según Rousseau, “el primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir: esto es mío, y encontró gentes lo bastante simples como para creerle, ése fue el verdadero fundador de la sociedad civil”. La sociedad civil se funda en la propiedad. ¿Por qué se infiere que, por analogía con esta frase, la mujer ha sido lo bastante simple como para creerle?


Históricamente el rol de la mujer se ha revestido de una asimetría sustancial respecto del hombre, preparando el terreno para que asumiera que su deseo se encontraba en dichas funciones, detrás de ese alambrado. En la antigüedad griega, su posición social era apenas superior a la de un esclavo, su ámbito jamás se extendía a lo público. El placer, incluso, estaba circunscripto exclusivamente al hombre. Con el cristianismo se refuerza la idea de pureza y virginidad. La mujer debe ser monógama y consagrarse como madre. Las decisiones y la administración siguen siendo privilegios masculinos. Entrada la Modernidad, mientras los hombres prosiguen con su doble moral sexual, ellas continúan reprimiéndola. Comienza a arraigarse fuertemente la concepción de amor romántico, lo cual va dejando de lado los matrimonios arreglados. Previo a la irrupción del psicoanálisis, la academia le otorga a esta corriente de pensamiento una mano enorme al conceptualizar la histeria como una enfermedad asociada al útero, que provoca alteraciones de la conducta. La industrialización, los grandes crecimientos demográficos, van generando cambios en la constitución y organización familiar. Los avances en las ciencias permiten la postergación de la maternidad o la reducción en la cantidad de hijos. El proyecto vital de las mujeres se ve absolutamente trastocado, pudiendo adquirir autonomía económica y erótica. Las luchas de movimientos feministas han sido fundamentales en este proceso. Por todo esto, que llevó muchísimo tiempo para ser evidenciado, es que se traza la correspondencia con la frase de Rousseau. La mujer histórica y sistemáticamente ha sido preparada para cumplir ese rol, para quedar detrás del alambrado. No se trata de una cuestión de simpleza en cuanto al género o de debilidad, tal como la Real Academia Española sigue manifestando en las definiciones obsoletas de sus páginas, al determinar a la mujer como el sexo débil. ¡Otra vez, la poco inocente función del lenguaje!


Siglos de opresión articulados de un modo tan tenue, tan solapado, hicieron difícil evidenciar el mecanismo que sometía a las mujeres. Hoy, incluso, a muchas les sigue costando dar cuenta de este trayecto. El poder ejercido reticularmente, como plantea Foucault, no sobre los individuos, sino a través de ellos. La autorregulación como producto de la forma más cínica del poder, quien se ha encargado de producir sujetos y subjetividades. Sujetos sujetados. Y con este recorrido llegamos a nuestra cultura posmoderna, donde la deconstrucción impera. Se deconstruye el rol, la identidad, lo tradicionalmente establecido y naturalizado. Ese mismo juego que hacemos con el lenguaje, donde nos permitimos re-pensar lo inamovible de nuestras palabras. Donde el lenguaje nos interpela, nos cuestiona y nosotros a él. Y, así, nos encontramos una tarde charlando acerca de la frase “te hago un pibe”, cuando sabemos que lo del pibe jamás sería un buen negocio, en lo económico, en lo erótico, todo aquello que revestía al piropo se desvanecería en el aire. Así y todo, algunos hombres continúan utilizándolo. Seguramente, aquellos que en pleno siglo XXI pretenden seguir marcando el territorio, alambrando u orinando terrenos, mujeres e hijos.


Ahora bien, ¿qué sucede con aquellos que transgreden la ley de propiedad impuesta por los mismos hombres? Si la mujer es propiedad, si el pibe es la fiel garantía de que esa mujer tiene dueño, ¿qué pasa con ese otro hombre que decide saltar el alambrado?


Un hombre que traiciona a otro hombre es un alguien que carece de códigos. No está traicionando a cualquiera, está traicionando a otro hombre y, lo que es más grave, se está metiendo con algo de su propiedad: “su” mujer. Que la víctima de la traición sea un hombre es lo que reviste de magnitud al hecho, tan deshonroso y tan socialmente punible, que hasta le hemos puesto nombre. El hombre que comete el delito de traición a un par, quedándose con su mujer, comete una “Icardeada”.


Al fin y al cabo, todos sabíamos que eso podía llegar a pasar dado que Wanda no era más que una “botinera”, por no decir una “puta”. Había sido Maxi López quien la “convirtió” en una mujer respetable, en una madre de familia, quien trazó su triple cerco perimetral, con tres pibes. Alambre que no fue suficiente obstáculo para Icardi y que, evidentemente, tampoco fue símbolo de sumisión para Wanda. Saltado el cerco, por las dudas, Icardi le hizo dos pibes (pibas). Se ataca a Mauro por desleal, embustero, mal amigo, pero a la vez se deja bien en claro la ligereza de Wanda (así se le resta un poco de responsabilidad al macho). Es que en definitiva al hombre siempre se lo perdona, después de todo, es hombre. Seguramente ella lo buscó, lo provocó, fue sugerente, regalada, lo que la historia mande. ¿O acaso no fue así desde el origen de los tiempos cuando, por culpa de Eva, perdimos la posibilidad de habitar el Edén?


Quizás ese fue el precio que pagamos las mujeres durante miles de años y debieron confinarnos al cerco, al alambrado, mientras ellos (los varones) seguían haciendo de las suyas por el resto del territorio. Evidentemente algo sucedió en este último tiempo, o bien ya se ha cumplido la condena o, como afirma Nietzsche, Dios ha muerto. La partida del redentor que iba a librarnos del castigo, ese que él mismo había impuesto con anterioridad, esa ausencia figurada de Ley, sumado a la evidencia de que su mano ejecutora fue el hombre, comenzó a resquebrajar el modelo. Se vislumbró el cerco patriarcal y muchas de nosotras, desacatadas, nos animamos a salir del perímetro, entendiendo que el límite que simbólicamente representa un hijo, un golpe, una amenaza, ya no es nuestra frontera. Entendiendo que ya no hay alambrados.

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